jueves, 6 de septiembre de 2012

Del bufón a su madre


Ayer fui a ver a mi madre,
fui a verla al cementerio.
Lleva muerta una semana.
Recuerdo que, en el momento de enterrarla,
… bueno, no en ese preciso momento,
un par de días antes;
pedí que el ataúd
(ataúd cristiano, como ella, inepta y cristiana),
pedí que la tapa de madera
no fuera de madera, si no de cristal.
Transparente, nítido… etéreo.
Bah! Yo quería ver otra cosa:
Imaginé qué vería de ella si,
además de la tapa,
transformaba también “los bajos” del ataúd.
La parte de abajo,
lo hice yo mismo.
El cuchillo que usé era ancho,
un palmo y medio medía.
Me llevó un largo rato.
La madera era buena y cara,
 pero yo era quien tenía que hacerlo.
Es obra mía que, paseando por el cementerio cualquiera,
puedas ver cómo a mi madre se la comen los gusanos
mientras, con un poco de suerte,
una brisa suave y templada
acaricia tu cara mientras empiezas a notar
las primeras gotas de la primavera,
que vienen a ser como unas gotas de orín
de algún mono cruel que también mira a mi madre.
Divertido.
Unos agujeros en la parte de abajo del ataúd.
Unos agujeros que hacen que,
al contacto con la tierra,
todo tipo de seres subterráneos 
logren su sustento mineral
en mucho menos tiempo.
Cuando el cadáver todavía está...
¿cómo decirlo? ¿jugoso?

Tú eras mi madre,
y te quería.
Tú has hecho que sea como soy,
hiciste que me guste tanto como me gusto.
Y eso te lo agradezco.
Más agradezco ver un cuerpo putrefacto
en su esplendor más exquisito.
Y las caras del transeúnte apenado que se espanta,
salta hacia atrás ante esa risa meada a espasmos
de un mono.
Já,
Já, já y já.
Te digo adiós,
Como siempre supe que haría.

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